Bond, James Bond: 50 años salvando al mundo… en el cine

Imagen: © Danjaq, LLC

El cincuenta aniversario de la franquicia cinematográfica oficial creada por Albert Broccoli y Harry Saltzman en 1962, rematada con el estreno de Skyfall, la película número 23 sobre el personaje (26 si contamos las producidas fuera de esa red protectora), ha convertido este año en una fiesta para los seguidores de James Bond, el agente con licencia para matar, número 007, del MI6, que es lo mismo que decir «el agente secreto menos secreto al servicio de su Majestad». Exposiciones de coches, de gadgets, de cartelería, una nueva edición de la saga en alta definición, documentales en los que ¡oh! tampoco aparece Sean Connery recordando sus andanzas y, ¡tachán! algunos libros -más- que repasan -otra vez- todo el universo Bond -que si las chicas, que si los villanos, que si los vehículos, que si… que sí-. Los fans, entre los que me encuentro, no lo oculto, hemos acabado saturados de tanto revisionismo repetitivo sobre algo que ya conocemos de sobra. Nos encanta, pero también nos abruma. Quedará por ver si la difusión promocional sirve para generar nuevos adeptos que estén dispuestos a vencer la resistencia que el paso de los años provoca ante el tiempo, a veces bochornoso, seamos sinceros, que ha dejado huella en películas antaño espectaculares. La magia, para los bondmaníacos, permanece intacta.

Los Archivos de James Bond, armatoste editorial publicado por la impecable Taschen, podría ser el libro ideal para los adoradores. La propuesta, a la que de entrada se le aplica el mismo «pero» que al resto de volúmenes dedicados al personaje cinematográfico -es decir, queda incompleta ya que la franquicia sigue produciendo filmes-, se anuncia como el «sueño húmedo» definitivo. Por desgracia no he podido acceder al volumen y desconozco el contenido, salvo por algunas imágenes que se pueden descargar de la página web de Taschen. Tratándose del sello del que se trata no cabe duda de las excelencias del material gráfico contenido en el libro. El texto, que es un mundo aparte en este tipo de ediciones, es lo que me genera más dudas. Paul Duncan ha tenido acceso a material inédito -buena parte queda reproducido entre sus páginas-, pero toda la información generada por los propios implicados -productores, directores, miembros del reparto técnico y artístico- no puede ser muy diferente a la que ya encontramos en los valiosísimos documentales y audiocomentarios de los DVD, fuente que, para quien escribe, ha pasado a ser referencia casi única en la que, seguro, se han basado todos los libros que han ido apareciendo a posteriori. Pero como decía más arriba, este aspecto no puedo valorarlo, al menos por ahora.

Imagen © Danjaq, LLC

No sé si Duncan hará algún tipo de estimación sobre quién es el mejor Bond. La mayoría afirma que fue, es y será Sean Connery. Pues no. Ni Roger Moore. Ni siquiera el tosco, animal, salvaje Bond encarnado por Daniel Craig. Bond, el auténtico si nos atenemos a su versión en cine, es Terence Young, director de tres de las películas, entre ellas la primera, Dr. No. Cuando le pusieron delante al actor elegido para dar vida a 007, Young se encontró con un actor que apenas había hecho cine, practicamente un secundario guapito, algo tímido pero con carácter. El director británico le moldeó a su imagen y semejanza para dotarle de todo lo que carecía, aquello que Connery podía aportar al personaje tras un buen meneo: elegancia, seducción, clase, mala uva con sus contrincantes y, claro, con las mujeres. Así como hacía con los trajes de Anthony Sinclair, su sastre de toda la vida, Young lo estrujó, lo pateó y no me extrañaría que hasta durmiera con él -que corra el aire-. Le llevó a fiestas en los clubs más exclusivos, le educó sobre la buena vida, los mejores vinos, le enseñó a navegar en yate y a pedir martinis agitados, no mezclados. Luego llegaría Guy Hamilton, quien se hizo cargo de Goldfinger. Con él aprendió a jugar al golf. Bond marcó no sólo la carrera profesional de Connery. También, gracias a estos dos «pájaros», aprendió cosas que quedaron marcadas a fuego en su vida hasta el día de hoy. Si hay algo que reprocharle al actor es ese desprecio, la traición hacia aquello que le dio tanto. Ningún otro de los que le siguieron necesitó tanta formación, a excepción de George Lazenby, su sucesor, a quien vieron como un gañán cortado con el mismo patrón que el escocés pero menos manejable, de ahí que le dieran la patada a la primera de cambio.  Su falta de carisma era tal que para conseguir el papel fue a Sinclair a comprar un traje como el de Connery y pasó por el barbero para que le hicieran también el mismo corte de cabello.

Imagen: Tiramillas.net

No sé tampoco si Duncan se entretiene estudiando las diferencias entre los variados estilos de Bond. La franquicia ha sabido adaptarse a los tiempos, pero también a los actores y a los directores que han trabajado con bastante libertad aunque siempre definidos por la maquinaria que, de manera férrea, construyó Hamilton en Goldfinger, la cinta que marcó la estructura narrativa que se mantiene hasta hoy, la fundacional y, justamente, la tercera -a la tercera va la vencida, dicen-. Que cada actor haya asumido el rol a su manera, dentro de un orden, hace que los fans libres de prejuicios tengan difícil escoger a su favorito. Si nos atenemos a la fidelidad con el personaje de los libros -cosa innecesaria, ya que lo poco que se ha salvado de la base literaria son los títulos de las novelas y relatos- el más cercano al Bond de Ian Fleming sería Timothy Dalton. Y tal vez Craig, por lo que tiene de «diamante en bruto» -o «a lo bruto»-. Si me dejan opinar, mi cariño hacia Roger Moore es incorruptible, y debe ser por tratarse del 007 de mi generación, con el que descubrí este mundo tan iconográfico.

Porque sí, estamos hablando también de la serie cinematográfica más icónica de la Historia -«Me llamo Bond, James Bond»-. La maquinaria a la que aludía antes incluye unas piezas que se acabaron convirtiendo en perfectas a base de repeticiones, un género en sí mismas: La inconfundible introducción (Gunbarrel) acompañada de la sintonía de Monty Norman -no sigan con la perorata de que el tema lo compuso John Barry y vean el Making Of de Dr. No, ahí Norman explica de dónde salió la melodía y cuál fue el papel de Barry con los arreglos-; la secuencia de acción inicial (Pretitles) que pasó a ser, desde La espía que me amó, una pieza de escapismo magistral, un «a ver cómo superamos esto, quedan dos horas de película» (en aquella ocasión fue un salto en caída libre del especialista Rick Silvester lanzándose desde la cima del monte Asgard, en Canadá); unos títulos de crédito Made in Maurice Binder acompañados de la canción de turno -luego vinieron otros diseñadores siguiendo su estela-; y a partir de ahí, presentación del conflicto con M, rozamientos verbales con Moneypenny, el equipamiento de Q, acción, paisajes exóticos, chicas despampanantes -suelen ser dos, una chica Bond buena y otra chica Bond mala (se incluye sexo con ambas, que no se trata de hacerle el feo a nadie)-, el villano de turno con ideas disparatadas para acabar con el mundo mundial al que apenas se le ve pero del que se habla mucho, y un clímax monumental, por lo general una batalla en la guarida del malvado -siempre en alucinantes decorados- en la que el enemigo muere y que, para rematar la faena, culmina en otro revolcón. No falla. Pero, ¿es necesario cambiar lo que funciona y todos esperamos? Bueno, hay excepciones. Al Servicio Secreto de Su Majestad finaliza de manera dramática -fue la primera vez que vimos llorar al agente, tuvimos que esperar a Casino Royale para verle de nuevo las lágrimas, aunque se le saltan por motivos menos emocionales y más dolorosos (en lo físico-genital)-. La primera película con Craig tampoco acaba a ritmo de chaca-chá, aunque por lo antes referido tiene su lógica -hay otros motivos, pero no los voy a desvelar aquí-.

Por no saber, tampoco tengo claro si Paul Duncan -para los que se hayan perdido a estas alturas es el autor del libro de Taschen dedicado a 007- explica entresijos de la producción, como los problemas financieros que obligaron a Saltzman a abandonar la serie dejándola en manos de «Cubby» Broccoli y su familia; el conflicto de los derechos del guión de Operación Trueno y su posterior remake «no oficial» –Nunca digas nunca jamás– estrenado en 1983 a la par que Octopussy, lo que acabó siendo un morboso duelo de taquilla entre los dos actores genuinos (Connery y Moore); el dilema del productor ante las cada vez más exigentes condiciones económicas de este último cuando ya era más evidente que, como el propio Moore ha declarado con sorna, «las partenaires podrían ser mis nietas»; o tantos otros que se han hecho públicos a lo largo de estos cincuenta años. ¿Descubrirá nuevos detalles? Mejor aún, ¿queda algo por descubrir?

¿Y de la obra de Ian Fleming hay rastro? ¿Duncan escribe sobre ello? Dudo que el creador del mito llegara a imaginarse en qué se convertiría el personaje basado, decía el hombre, en sus experiencias en el ejército espiando aquí y allá. Pudo disfrutar del éxito de los inicios, pero no del impacto que se produjo a partir de Goldfinger (Fleming falleció cuando aún se estaba rodando). ¿Estaría de acuerdo en cómo se ha alterado su obra desde entonces? Las novelas de Fleming, de calidad correcta si buscamos lecturas entretenidas, pero sin apenas poso intelectual -tampoco lo necesitan, hablamos de puro pasatiempo- tuvieron su repercusión, pero no llegaron a ser ampliamente conocidas hasta que confluyeron dos situaciones que acompañaron a su internacionalización: la venta de los derechos a dos enloquecidos productores obsesionados con hacer una serie de películas y la mítica lista de libros favoritos del por entonces Presidente de los EE.UU., John Fitzgerald Kennedy, publicada en la revista Life y en la que se incluía Desde Rusia con amor. ¿Qué hubiera pasado de no ser por estos dos factores de la ecuación? ¿Ofrece Paul Duncan alguna hipótesis? Siento escribir, por última vez insisto, desde el desconocimiento pero conociendo el percal. Confío en que no se haya visto tentado a jugar a las adivinanzas. Las cosas están bien como están. Y el mundo sigue a salvo, al menos en la ficción, gracias a Bond, James Bond. Por muchos años.

José A. Muñoz

José A. Muñoz

José A. Muñoz (Badalona, 1970), periodista cultural. Licenciado en Ciencias de la Información, ha colaborado en varias emisoras de radio locales, realizando programas de cine y magazines culturales y literarios. Ha sido Jefe de Comunicación de Casa del Llibre y de diversas editoriales.

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