Fernando Figueroa: “La lucha antigrafiti es un pretexto para aumentar el control del espacio público”

El ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, recientemente definía el grafiti como una forma de “violencia”. Mientras, la editorial Capitán Swing publica Getting Up (“Hacerse ver”), auténtica biblia de este tipo de arte urbano que Craig Castleman, junto a las imágenes de Henry Chalfant, sacó del ostracismo académico en 1982.

Fernando Figueroa (foto: Silvia Majano)

Más allá de las generalizaciones, de los prejuicios y de las cortinas de humo, hablamos con Fernando Figueroa, doctor en Historia del Arte y experto en el tema, que se ha encargado de la introducción de la reedición con un título bello y clarificador: “Cuando los túneles de la memoria rebosan color”.

¿Qué supuso la publicación de Getting Up, en 1982, tanto para los practicaban el grafiti como para la Academia?

Fue la oportunidad, para los que eran ajenos, de conocer y comprender de primera mano y de boca de sus protagonistas qué era ese fenómeno llamado Writing. Poder observar especialmente su lado humano, la fraternidad y la cultura que se iba forjando alrededor de ello y todas las implicaciones sociales y políticas que afloraban en torno suyo. Al tiempo se convirtió en una especie de “evangelio”, de libro de referencia fundamental, para aquellos más inquietos que se sumaban a practicarlo fuera de Nueva York con la idea de entroncarse lo más fielmente a su filosofía, admirados por ese extraordinario fenómeno y deseando emular a sus protagonistas y construir una tradición.

Solemos hablar de grafiti para generalizar, pero el libro pone especial atención en el Writing. ¿Qué es exactamente?

Writing era uno de los términos con que los writers llamaban a lo que hacían, como también era Getting-up, el título original del libro de Castleman. La etiqueta de Graffiti se puso después e hizo fortuna cuando se presentó dentro del paquete cultural del Hip Hop. En sí, con Writing nos referimos al tagging (las firmas) y el conjunto de tipologías derivadas y a su desarrollo estilístico. En general lo que entendemos hoy por Graffiti es el desarrollo del Writing tras el nacimiento del Subway Graffiti. La palabra graffiti venía a asociarse, por tanto, con la vertiente más claramente artística del Writing, lo que algunos writers preferían llamar Aerosol Art por considerar que graffiti era simplemente una etiqueta impropia, impuesta y, finalmente, un mero reclamo comercial. En todo caso, se puede entender en concreto como Writing a esa primera fase del Graffiti en Nueva York y Filadelfia.

Capitán Swing reedita ahora el libro en castellano, con una nueva traducción de Nacho Villar, justo cuando el ministro de Interior ha calificado al grafiti como “violencia”. ¿Qué le parecen estas declaraciones como experto en la materia?

El ministro se acoge a la consideración de violencia simbólica que conlleva el grafiti para integrarlo dentro de un conjunto de manifestaciones incívicas. Algún estudioso entendía que el grafiti era la expresión más mínima de la violencia, incluso podría verse como una manera ingeniosa y civilizada de eludir el enfrentamiento físico, tan bárbaro. En todo caso, su visión se comparte en ciertos sectores políticos y sociales, ajenos a la calle y al conocimiento integral de nuestra sociedad y nuestra cultura. Incluso, esa visión parece incidir en ampliar el monopolio de la violencia atribuido al Estado o de legitimar el control por la Administración pública.

Pónganos más ejemplos.

Ya el señor Luis María Linde, actual gobernador del Banco de España, llegó por lo poco a coquetear en 2009 con la insinuación de que era un “terrorismo de baja intensidad” o “terrorismo simbólico”, para que ante tal exageración nos diese por aceptar su tesis de que detrás de un grafiti hay un deseo implícito de destrucción y que era necesario intervenir a saco contra el grafiti por el bien país. Sencillamente, absurdo. No todo el grafiti puede considerarse vandálico. Vandalismo es una palabra excesiva cuando vemos un poema o un corazón pintado sobre una pared, una pieza mural compuesta con esmero en un muro común, una pintada denunciando a un camello o un corrupto, o reclamando la atención o asistencia del poderoso. Es un despropósito establecer de partida su criminalización, apelando a que su naturaleza es incívica per se, cuando el grafiti en su pluralidad de funciones, desde la irreverencia hasta la poesía, tiene una vocación social y abierta en su enunciado en el espacio público.

(Foto: Henry Chalfant / Capitán Swing)

Usted apela a la libertad.

Se da a entender que todo aquel que se sirva del grafiti es sospechoso de ser un enemigo social. Esa es una visión reduccionista contraria a los principios democráticos y a la defensa de la libertad y de la justicia, y una auténtica falta de memoria histórica, pero no de un siglo atrás, sino a milenios vista. Ciertamente, hay sociópatas que se mueven como peces en el agua por los cauces legales, dentro del orden con una actitud aparentemente impecable como hay sociófilos que se agitan fuera de ellos, edificando sociedad y contribuyendo al feliz futuro de todos; y entre ambos extremos un amplio abanico de personalidades sociales. En verdad, es la bondad de la intención, la nobleza en su exposición y la generosidad del objetivo final lo que hace en último término que algo sea cívico o incívico. El medio como llegar a ello también, pero no encuentro en el Graffiti como “arte vandálico” nada que pueda suponer considerar a su autor alguien carente de ética, un ser peligroso o un potencial criminal, como tampoco podría prejuzgar que alguien que tome la senda religiosa vaya a convertirse necesariamente en un santo.

Pero ciertamente hay “vándalos”.

Ciertamente, hay algunos que incluso alardean de su radicalidad por medio del uso de técnicas corrosivas o indelebles, pero surgieron como reacción al desarrollo tecnológico de la limpieza y en ello encontraron su justificación particular. Ellos sí serían unos vándalos en el Graffiti, pero su daño es más insignificante y superfluo para el destino de una sociedad que el que puede hacer un político pronunciando una mentira por televisión. En definitiva, la percepción de la violencia del grafiti no puede generalizarse a todas sus producciones o tipologías, ni sus autores son todos iguales, ni en el modo de pensar ni en el modo de hacer. No podemos guiarnos por las apariencias, por el aspecto formal o los tópicos o estereotipos recurrentes. Hay que desarrollar el sentido crítico y el sentido común, y en eso el ministro es bastante razonable, aunque adolezca de ese vicio de afirmar que vivimos siempre en el mejor momento de la historia o a punto de alcanzarlo si se deja hacer. Falta conocimiento y precisión en el análisis, además de un equilibrio en los baremos.

Jorge Fernández Díaz justifica su afirmación diciendo que se “intenta imponer mensajes en el espacio público”. Pero la publicidad, a través de vallas, lonas y todo tipo de soportes, también lo hace. ¿Cree que hay un intento de criminalizar a un colectivo?

Hay un intento de criminalizar un medio y de justificar ante los ciudadanos la ineludible e imperiosa necesidad del arbitrio y la intervención de los poderes públicos en el espacio urbano para conseguir vivir de un modo armonioso. Desde este planteamiento la expedición de un permiso, se figura como una especie de “bula civil” que exime habitualmente del pecado o convierte en virtud todo aquello que vemos en la calle. Nadie se escandaliza por ver forrada de publicidad la estación de metro de Sol o los vagones del tren, o hasta ver convertido su nombre en soporte de publicidad, pero ya una simple pintadita excita y pone nerviosa a cierta gente. En otros casos, se nos hace creer que el paso por una inspección le otorga garantías sanitarias y de seguridad de sus contenidos; con el sombrío recuerdo de los tiempos de la censura. ¿Pero en lo artístico esto tiene sentido, aunque se aprecie como un producto de consumo? ¿No resulta aún más absurdo en algo que se presupone “vandálico”? En el fondo de todo eso, el materialismo social y la necesidad de nutrirse económicamente obliga a la fiscalización de las producciones culturales que se ejercen en la calle y a la ausencia de espontaneidad, entrando así en la discriminación social de unas actividades positivas, a causa de su regulación y pago de tasas, y otras negativas, no reguladas oficialmente y que son “insolidariamente” gratuitas y sospechosas de “baja” calidad.  Si es imposición, no es sólo imposición, es además la prueba de que todos podemos contribuir a la composición social. El más miserable de los hombres podría escribir su propia nota en la partitura del día a día de su ciudad con dignidad.

Pieza de Mitch en letras 3D "estilo salvaje" (Foto: Henry Chalfant / Capitán Swing)

Dicen que el grafiti ensucia las ciudades.

Curiosamente, cuando se ataca hoy en día al Graffiti o al Arte Urbano, para no parecer intolerantes o antidemócratas, se apela a términos tan inocentes y sacrosantos como la “contaminación visual”, la “suciedad” o a su “salvajismo” o “feísmo”. La estética y la higiene como comodines para ejercer la represión o aplicar un criterio estético particular desde arriba, aprovechando la ingenuidad o la ignorancia de unos y otros. Incluso, la etiquetación como vandálico parece colaborar en esa idea de caracterizarlo como una manifestación hueca, vacía, sin sentido, inútil, prescindible.

Hay más argumentos…

Otro argumento es el económico, los costes de limpieza. Pero los datos son a menudo tendenciosos. En este coste se contabiliza todo tipo de pintada o de acción gráfica, sin distinguir. Aunque lo peor es la magnificación de la cifras, incentivadas por la conversión de la supuesta “gran necesidad” en negocio subcontratista. En verdad, no se limpia tanto y la limpieza se concentra al fin y al cabo en la pintada política. Incluso, los picos altos de los ciclos de limpieza se acoplan extraordinariamente al calendario electoral.

¿Podemos hablar de cortina de humo?

La sobredimensión del grafiti como problema social se produce porque es muy visible y fácilmente identificable por el ciudadano de a pie; no como otras actividades más “invisibles”. Así se configura su ataque como una herramienta política oportuna u oportunista, que no tocará ninguna fibra sensible del entramado social, a menudo asociada a las cortinas de humo, las campañas de imagen que buscan dar la impresión de que el poder hace cosas de gran volumen e importantes por sus ciudadanos, los protege, los cuida; o se presta al negocio de los clientelismos políticos. Si el grafiti es una violencia simbólica, la actitud antigrafiti no deja de mostrarse como una “política simbólica”, pero, ojo, capaz de traspasar lo simbólico si oculta tras de sí la pretensión de tomar la lucha antigrafiti como un pretexto para aumentar el control o la potestad reguladora sobre el espacio público y toda clase de medios de comunicación, hacia algo que podría ser una lectura pervertida de la democracia, al modo de un “totalitarismo democrático” basado en aquel lema absolutista tan peliagudo y peligroso para las garantías constitucionales o los derechos humanos de la “tolerancia cero” o esa perniciosa idea de “mi libertad empieza allí donde se limita la del otro”.

Lo cierto es que, desde sus inicios, el grafiti ha sido una actividad polémica, con ciudadanos a favor y en contra. ¿Cómo puede convivir la exploración de la libertad y el respeto por el espacio público en las ciudades contemporáneas?

Mediante la formación de ciudadanos responsables, que no necesiten de la intervención de la Administración para resolver sus problemas. También desde la consciencia de la existencia de espacios naturales o adaptados a su dimensión actual, para el ejercicio del grafiti y el legítimo derecho a expresarse espontáneamente en ellos de modo libre. Incluso, la consideración de circunstancias especiales que justifican su empleo y ejercicio. El desarrollo de una democracia no se refleja en la ampliación de su aparato legislativo y controlador, más bien eso es un síntoma de su fracaso; sino en que sus ciudadanos alcancen una mayor autonomía con su pleno desarrollo, gracias a su educación social como ciudadanos adultos, cooperativos, conscientes de su entidad colectiva y de su personalidad individual, conocedores de los mecanismos culturales y estructuras organizativas de su sociedad, participantes activos en ella y responsables ante ellos y los demás. El respeto nace del diálogo, la comprensión y la aceptación voluntaria de una situación flexible.

(Foto: Henry Chalfant / Capitán Swing)

¿Qué nos enseña la experiencia?

Cuando apareció el fenómeno en el Madrid de los 80, en los barrios había opiniones de todo tipo, pero había las suficientes circunstancias para que se hubiese permitido un desarrollo cívico y cualitativo del grafiti. Había hasta gente que borraba lo feo, pero respetaba lo que se había pintado con arte. Sin embargo, se ha ido criminalizando y potenciando la visión sospechosa, negativa del fenómeno, incluso de un determinado estilo gráfico, estigmatizando hasta la censura social a sus autores, constriñendo su presencia a ciertos barrios o al extrarradio y, con ello, excitando el lado marginal, segregado, rebelde y vandálico, gracias a la persecución sistemática, desproporcionada y sin distingos.

¿Qué habría que borrar y qué no?

Es una absoluta falta de sensibilidad y de criterio inteligente borrar a saco todo lo que está en una calle. ¿Se ha consultado al vecino? ¿Al propietario? Igual no lo quiere, pero igual lo acepta. Incluso lo encargó y se lo limpiaron. Si aquí se amase el Arte, el arte como riqueza social, hasta se apreciaría el valioso aporte que pueden suponer a nuestro patrimonio público ciertas contribuciones espontáneas animadas por la creatividad y hasta por el oficio. El grafiti es un medio y no todo en él alcanza una categoría de arte, pero no se le puede negar ese desarrollo en ese sentido ni apoyarse en la ignorancia de algunos, para no reconocerlo cuando alcanza ese valor; es más, ha de potenciarse.  Por otro lado, se puede hablar de un proceso de perversión desde los 90, de castración de la filantropía del Graffiti. Se le va obligando a ser malo, en resumidas cuentas, diciéndole que ese es su ser. Y al hilo de esto se deja entrever la imposición desde el poder de un determinado modelo de sociedad, de ciudad, de estética, de marco de relaciones, sin márgenes para el desarrollo gratuito de la libertad, que la mayoría parece no cuestionar por la confianza que deposita siempre el pueblo en aquellos que se supone que velan por el bien común, avalados por su preparación, conocimiento y capacidad.

Lo paradójico es que las autoridades denuncien esta actividad y que, al mismo tiempo, museos públicos expongan este tipo de obras o, incluso, que centros cívicos ofrezcan talleres donde formar a jóvenes en el mundo del grafiti.

Es una contradicción que muestra el doble discurso, el doble rasero, la mascarada que quiebra la fe en el sistema. Incluso, que estamos en una fase de transición hacia una condena absoluta del grafiti, tras unos tiempos de libertad o aspiración a la libertad. No se puede estar exigiendo democracia, participación, alabar la excelencia y el espíritu emprendedor, y, al tiempo, coartar el impulso creativo, domeñar la participación espontánea, condicionar el ejercicio de la autonomía y la autorrealización que se ejemplifica en el Graffiti o el Arte Urbano, o al menos hasta que en los años 90 la presión hizo que aquello se fracturase y se subrayase con orgullo una senda vandálica o activista, entre el delito y la subversión, la rebeldía y la revolución.

Existen múltiples ejemplos, entre comerciantes, vecinos y artistas urbanos que llegan a acuerdos para pintar en lugares prefijados por todas las partes. ¿Qué le parecen estas iniciativas?

Lo que el poder público no puede resolver, por falta de miras o incapacidad, es responsabilidad de la sociedad civil resolverlo y hasta una obligación tomar la riendas de la iniciativa. Se puede hasta afirmar que, más allá de algunos Ayuntamientos o, en el caso de Madrid, de algunas juntas de distrito, son las iniciativas particulares a nivel de barrio, por pequeños y medianos empresarios o asociaciones de vecinos o juveniles, incluso por parroquias, las que con más eficacia han creado puntos de encuentro interesantes. Algunos proyectos han enriquecido el paisaje de calles y plazas y han dado color y carácter a espacios con el beneplácito vecinal, convirtiéndose en algunos casos en portavoces de las demandas populares y sumándose al tradicional muralismo social y político que ayudó a devolver la democracia a España.

(Foto: Henry Chalfant | Capitán Swing)

¿El riesgo de lo prohibido no es, en realidad, un aliciente y un reto que define al grafiti?

Es cierto. Un trabajo artístico no comporta esa adrenalina de lo prohibido, pero mantiene otras cosas, incluso más importantes como la libertad de acción o contraen otras como la emoción del directo o la vivencia de la calle. Ese furtivismo se ha ido fortaleciendo cada vez más hasta hacerse fundamental, pero a consecuencia principalmente de su irrupción en el espacio suburbano, en los vagones, o de su expansión y masificación por toda la ciudad.  La respuesta institucional a tal desmadre entre los años 80 y 90 en España no estuvo mal, pero quería resultados a corto plazo y se dejó llevar por la corriente represiva que venía de Estados Unidos sin plantearse reducir su tutela social y su intervencionismo en el asunto. Pasase lo que pasase la Administración tenía que hacerse notar, estar presente o no dejar hacer. Ahora cuesta mucho tratar de ver cómo salir de ese pulso que se ha convertido en imprescindible ganar para ambas partes desde la idea de que debe de haber un perdedor, en vez de dos ganadores. La elaboración de una legislación específica de persecución contra este medio de expresión, bajo la falsa premisa del infantilismo del grafiti junto a la desproporción del castigo, no es eficaz y menos aún nos lleva a crecer si no se acompaña de alternativas o salidas constructivas, de una mirada comprensiva y selectiva que permita al escritor sentirse vivo antes que útil. El grafiti en el peor de los casos es un revestimiento, una imposición fácilmente reparable, en cambio la represión sistemática ataca a la fibra humana y es un descrédito de la democracia muy difícil de reparar.

Un círculo vicioso…

Tal es la situación que los propios protagonistas tienen la impresión de que sin persecución no existe el Graffiti, de que no se puede actuar inadecuadamente o alegalmente, sino que se debe actuar ilegalmente y se necesita del castigo para existir como fenómeno. La escalada en la búsqueda de sensaciones y la asunción del discurso ilegal, incluso, de la asunción del placer de evitar el castigo como primera motivación antes que la satisfacción de ejecutar un buen grafiti ha sido directamente proporcional al clima de persecución y de criminalización, incluso, de falta de memoria histórica del Graffiti como movimiento.

Usted ha hablado en alguna ocasión del “Postgraffiti”. ¿A qué se refiere con este término?

Los fenómenos sufren transformaciones en sus desarrollos. Los movimientos maduran también, como sus protagonistas y las generaciones que se van sumando y fortaleciendo el fenómeno. Ya se usó esa palabra, Postgraffiti, para hablar en los 80 del Graffiti en las galerías de arte, otro modo para diferenciar aquello que se hacía en la calle y lo otro que no dejaba de ser una mercancía de comercio; pero yo lo aplico a todo un conjunto de propuestas gráficas, desarrolladas de modo libre en el espacio público, que jugando con algunos elementos claves del grafiti, se desarrollan rompiendo los patrones y convenciones del Writing o el Graffiti neoyorquino sin romper del todo su ligazón. Ha sido como una vanguardia dentro del Graffiti, que lo ha ensanchado, y que ha entroncado en ocasiones con las tendencias del Arte Urbano, con sus planteamientos lúdicos, experimentales, poéticos, performativos, iconoclastas, sociales, políticos, etc., procurando forjar lo que podría ser un grafiti del siglo XXI o el siglo XXI del grafiti.

Se ha querido ver también grandes diferencias entre el grafiti norteamericano (más individualista)  y el europeo (más político). ¿Está de acuerdo?

A mi entender es una falacia. Si en algo pudo haber unas diferencias indiscutibles, radicaba en la formación de sus protagonistas y lo que el contexto les ofrecía, pero no se puede caracterizar unos fenómenos mediante la exageración o simplificación de algunas de sus características con el propósito de crear dos realidades tan chirriantemente opuestas. Podrían entenderse, si acaso, como dos modelos idealizados de concebir el grafiti, pero no serían los únicos ni se limitarían a unas fronteras territoriales. El grafiti a ambos lados del Atlántico participa del mismo constructo cultural y a ambas orillas hubo siempre pintadas políticas, firmas y todo aquel grafiti que generase nuestro modelo de cultura, cada vez más homogéneo.  El Writing, sobre todo desde mediados de los 70 y ya en los 80 adquiría un peso político evidente, no generalizado, pero visible en algunas piezas del Subway Graffiti o en la vertiente muralista en los guetos y en el discurso declarado de algunos writers que pasaban de la adolescencia a darse de bruces en la madurez con la vanidad de un mundo de promesas e incongruencias, y comentaban o hablaban de ello en su piezas. En España, sin ser tampoco general la consciencia de su dimensión política ha crecido desde finales de los 90, lo que sí se esgrime más abiertamente en el Arte Urbano.

Grafiti de la protesta ciudadana del 19 de junio de 2011 (foto: graffitiesprotesta.blogspot.com.es)

Con el 15M se han visto algunas pintadas que recordaban a las del Mayo del 68. ¿Cómo ve el mundo del arte urbano actualmente? ¿Existe un resurgimiento?

El grafiti como arma política del débil, del impotente, del no representado, del disidente, del crítico aflora y crece en la medida en que los políticos se alejan del ciudadano, no atienden las demandas ciudadanas por orden de importancia, se olvidan de su papel como servidores y  representantes de la ciudadanía, y de las reglas de juego democrático, al tiempo que los ciudadanos se ven extrañados de los discursos que se transmiten en los medios de comunicación o estos reducen hasta el paripé el abanico de visiones y la pluralidad de actores sociales en su retrato de la realidad. Después de la Transición, quizás tras el “No a la OTAN” de 1986, el momento clave en que asistimos a una nueva eclosión generalizada del grafiti como arma de lucha y de conciencia fue con el “No a la Guerra”, donde se concentraban también otros descontentos populares. Curiosamente, desde entonces, en Madrid no hay manifestación que no lleve detrás un retén de limpieza urgente con objeto de no dejar rastro físico alguno de su paso y existencia. Octavillas, pegatinas, carteles, pintadas, se procuran limpiar lo más inmediatamente posible. Ha de parecer que el mundo está en orden, que no ha pasado nada serio. El 15M fue otro gran festival de la creatividad gráfica, superior aún, pero no inventaba nada nuevo y como todo proceso impulsado por un vivo espíritu cívico y de regeneración de la Democracia se sirve de lo que se tiene a mano y de aquello que les dejan aquellos que tienen miedo al debate y la transparencia, y acaparan los medios de comunicación oficiales; entre esos medios extraoficiales se tiene al grafiti. Un medio con una clara vinculación revolucionaria, pero a causa de su carácter popular y su ubicación cultural.

Defiende que el arte callejero “constituye un exponente cuantitativo y cualitativo del desarrollo de nuestras macro sociedades urbanas”. ¿Cree que, en general, la sociedad lo ve así? ¿Y los historiadores del arte?

Quizás mi visión no sea compartida mayoritariamente, porque hay muchos prejuicios culturales contra el grafiti u otros enfoques también interesantes o atractivos y hasta discrepantes con mis planteamientos. Según yo veo, ha habido un proceso de “aculturación” del pueblo, de la ciudadanía, en el que se le ha dicho qué cosas son de la buena gente y cuales son cosas maleducadas o de gente de mala vida, o propias de pueblos incultos o incivilizados. Estos prejuicios se asientan en el imaginario colectivo con la creencia de que el modelo cultural de la alta cultura, su gusto y sus modales, es el rector o el referente más excelente respecto a la forma de vivir y expresarse o de que el modelo de cultura occidental es lo mejor. Bueno, en este concierto se ha tratado de extrañar el grafiti, de negarlo como algo nuestro, como algo que ha estado siempre con nosotros, pero que a veces no se ha podido manifestar por el miedo, la represión y el totalitarismo.

¿Simplemente se trata de un prejuicio?

En gran medida, es una cuestión cultural antes que política, y en el debate político, como pasa con otros temas, el debate se mantiene más en un marco de discusión asentada en el prejuicio o el gusto estético y la proyección de asociaciones simbólicas, antes que en un alineamiento ideológico, una opinión experta o una inteligencia que aprecie con corrección su complejidad y los valores constructivos y tradicionales que tiene. Creo recordar que durante la alcaldía de Álvarez del Manzano se planteó, sin consumarse, la idea de limitar el correr y gritar por la calle, con la imposición de multas. Igual era un modo de violencia desde la perspectiva de algunos, pero, aunque ahora se podría hacer, el poner puertas al campo no resulta muy inteligente y sí podría ser muy cruel. No se puede tratar de modificar hábitos a golpe de decreto. El despotismo ilustrado tiene algo de inhumano. Es mejor apostar por forjar ciudadanos libres antes que intervenir en sus manifestaciones. A la larga produce mejores resultados y se refleja en la nobleza y sinceridad de sus acciones.

El propio Castleman apunta que el grafiti aparece en Nueva York justo cuando atravesaba graves problemas económicos. ¿Hay más pintadas durante las crisis? ¿Por qué?

Hay más actividad en la calle cuando las circunstancias lo permiten, por ejemplo, al disfrutar de una democracia, pero el tipo de contenido o el grado de efervescencia que se manifiesta depende de muchos otros factores, no siempre positivos. En el Nueva York de los 70 ciertas áreas urbanas fueron dejadas a su suerte por la Administración pública y se especuló urbanísticamente de modo escandaloso, llegándose a producir incendios intencionados. Se potenció el deterioro vecinal, con el aumento del paro, la droga y la inseguridad ciudadana. Ante ese vacío de poder la gente tuvo que reaccionar y tomó conciencia de su poder, de ese poder que se suponía delegado en sus representantes, y se organizó, porque otros ambientes sociales, como el capitalismo depredador o el crimen organizado campaban a sus anchas. En ese contexto, grupos de chavales encontraron en el grafiti un pretexto para reunirse, cohesionarse y evitar otros marcos de desarrollo nada benignos. Del juego se pasó a una cultura y de la cultura a un movimiento. También, no siempre se requiere una situación paupérrima o desarraigada, podría darse cuando el poder se encuentra repartido, descentralizado. Entonces se permite y favorece el desarrollo de una actividad de calle de un modo tan normalizado que no haría falta legislarlo más que con el sentido común.

Ha establecido cuatro leyes básicas del grafiti. ¿Nos las puede comentar brevemente?

1. Plus urbs, plus graphitum
(A más ciudad, más grafiti)

Estas leyes se enuncian de un modo simple con una pretensión de generalidad y podrían aplicarse a todo tipo de culturas civilizadas, no sólo la occidental. En concreto ésta refleja el aspecto extensivo del fenómeno, que a su vez deriva de la generación en la trama urbana de espacios naturales u óptimos para el ejercicio del grafiti y la creación de un marco de circunstancias que permiten la ejecución del grafiti, por ejemplo, el anonimato o el favorecer el surgimiento de gente que persevera en la ejecución del grafiti hasta convertirlo en una forma de vida y constituir una comunidad reconocible.

2. Urbs mutat ergo graphitum mutatum
(Si la ciudad cambia, el grafiti se transforma)

La transformación de los sistemas de relación e intercambio en la población, la alteración del tejido urbano o de la población, el desarrollo tecnológico, las ordenanzas municipales, etc… tienen su reflejo en la práctica, los contenidos, el modo de mostrarse y los motores del grafiti presente. En esto, el estigmatizar negativamente el grafiti o incentivar su vertiente cívica depende de todo tipo de juicios y prejuicios ciudadanos, que no obstante se pueden conducir desde el poder, creando un estado de opinión afín al enfoque deseado. También se puede forzar la patrimonialización del grafiti por ciertos sectores. Por ejemplo, al ahuyentar a los actores constructivos y convertírselo en atractivo para los actores más antisociales, gracias a esa caracterización simbólica como actividad violenta o terrorista. También puede pasar lo contrario, su apertura, como pasó con el tatuaje o ciertas músicas exclusivas en un tiempo del lumpen o el underground.

3. Societas complicata, graphitum amplificatum
(En una sociedad compleja, el grafiti se complica)

El que el grafiti de nuestros siglos XX-XXI tenga tanta variedad de tipologías, hasta dé lugar a un movimiento como el Graffiti o participe del Arte Urbano, y juegue de manera extraordinaria con los códigos lingüísticos, la imagen, la palabra, la contextualización, el marco arquitectónico, el paisaje urbano y sus elementos, la mirada del espectador, la gran prodigalidad de técnicas, su salida de la marginalidad, su imbricación con las estrategias publicitarias, la cultura de choque o el espectáculo, sin duda es coherente con el altísimo desarrollo de nuestro modelo cultural, incluso producto digno de nuestra sociedad postmoderna y de consumo. Las sociedades analfabetas y sin normas respecto a la representación gráfica no tienen grafiti. El grafiti nace con la ciudad y con las regulaciones. Si se quiere cambiar el grafiti hay que empezar a cambiar la sociedad y desarrollar la humanidad.

4. Quacumque urbanitas est, graphitum est
(Allí donde esté la civilización, el grafiti estará)

Por tanto, es un fenómeno indisociable de la civilización. Lo genera ella misma y se ubica en la esfera de la marginalidad cultural, pero ello no significa que sea un medio ajeno y menos, puesto al servicio del mal. Forma parte de aquello propio de la esfera popular, del contrapeso de lo oficial, de las válvulas de escape de las tensiones generadas por las leyes y la presión social. Un excelente medio de autoafirmación, de manifestación espontánea, de contacto y de replica que encuentra siempre su hueco, adaptándose a las circunstancias.

Albert Lladó
www.albertllado.com

Desde Revista de Letras queremos impulsar el debate respecto a cómo debemos responder ante la forma de expresión (¿artística? ¿violenta?) que representa el grafiti. Os pedimos vuestra participación, partiendo del respeto hacia personas e instituciones, mediante comentarios a la entrevista o, en twitter, utilizando el hashtag #arteoviolencia. ¡Gracias a todos!

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

5 Comentarios

  1. Mientras más dejemos que nos anulen ,más nos convertirán en lo que ELLOS quieren…

  2. El poder necesita desprestigiar, obsesivamente, cualquier expresión artística de todo aquel que pueda poner en cuestión su autoridad.

    También ayudan las políticas económicas que desincentivan su difusión, por supuesto. Pero los ataques sutiles suelen ser los mas efectivos. Acusando de violentos a los que hablan sobre lo que “debería” ser silenciado o pintan lo que no interesa que se vea, se aseguran de que su pensamiento sea el único.

    La acusación es vandalismo y sociopatía porque el ser humando teme, sobre todo, a la exclusión social y a la violencia. Sin embargo, se me ocurren otras muchas otras formas de violencia. No menos perversas por menos explícitas (bien al contrario). Como andar pidiéndole a la gente que comprenda, que aguante, que arrime el hombro, que se sacrifique mas y mas. O hacerle corresponsable de haber llevado un continente a la ruina.

    El arte es libertad, y los artistas libres de expresar lo que quieran. Pero claro, si la violencia es peligrosa para la sociedad, la libertad es el demonio de los soberanos.

    Miss Plumtree

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