Lara Moreno: «Con la novela necesitas otro tipo de zapatos para andar»

Nos metemos en harina con una joven autora, Lara Moreno, que acaba de publicar su primera novela, Por si se va la luz (Lumen). Hasta ahora vinculada al género del relato y a la poesía, Lara se estrena soltando a una pareja en crisis, sobre todo emocional, en un pueblo practicamente abandonado. Aislados de la costumbre, tendrán que acomodarse a sus vecinos, personajes a los que la autora ofrece voz mientras se van tallando historias a la lumbre de un hogar que a veces también resulta ser cárcel.

Lara Moreno (foto © Aroa Moreno/Lumen)
Lara Moreno (foto © Aroa Moreno/Lumen)

La simplicidad en la forma narrativa, ¿es herencia de lo breve, del trabajo previo que has ido haciendo con los relatos?

No lo he hecho así intencionadamente… Lo que seguro viene del relato es la intención de hacer una novela coral. Me parecía interesante la forma que te ofrece lo coral para trabajar los personajes, con un relativo equilibrio de importancia para cada uno. Todos tienen su parte, todos se llevan su trozo. Llevaba mucho tiempo escribiendo relatos y tenía ganas de hacer una novela con varias voces. Además la escribí de manera lineal, no hice un puzle con cada narrador para armarlo luego. Me resultaba fácil que cada capítulo, dejando fuera los engranajes técnicos, empezase y terminase en sí mismo. Son como cápsulas literarias cerradas, porque aunque la historia es lineal, se va contando conforme pasa sin ofrecer versiones diferentes de un hecho. Para mi proceso narrativo necesitaba ir cerrando los capítulos, pero no como si no fuera a haber nada después. No quería tener a un mismo narrador durante trescientas páginas, porque eso me resultaba muy difícil. Escribía un capítulo y me quitaba de en medio la voz narradora para iniciar el siguiente con otro personaje. Así que todos tienen un toque final autoconclusivo y a continuación se abre otra cosa nueva, aunque siempre desde una visión de conjunto, porque no se sostienen aislados, no son independientes. Lo cierto es que me pareció que una novela coral me iba a resultar más fácil viniendo del relato, algo que resultó ingenuo por mi parte, porque en realidad luego me tuve que enfrentar con muchos problemas, como el de sostener la primera persona de cuatro personajes, con sus luces y sus sombras.

Mantener a un mismo narrador implica el peligro de caer en la rutina, ha de aguantar todo el peso de la narración y tiene que lidiar con el resto de personajes.

No me daba miedo la rutina, pero sí me parecía difícil conseguir que un mismo personaje se sostuviera como narrador en toda la historia. Simplemente no quería centrarme en una misma voz. Empecé con la de Martín y seguí con la que quizá pueda parecer que tenga un poco más de fuerza, de presencia, que es la de Nadia, un personaje que tenía mi edad cuando la comencé a escribir. Nadia es una mujer como yo, viene de un contexto social que en un momento dado puede ser más afín al mío. En este sentido, hui de la posibilidad de escribir una novela generacional. Ese peso está repartido entre personajes que representan a diferentes generaciones, con puntos de vista distintos a los míos. Tampoco quería que se leyera como una historia autobiográfica, aunque siempre se acaba cayendo, ya que resulta más fácil hablar por una mujer de mi edad que por un hombre de 70 u 80 años. Así que la pluralidad de voces me permite abarcar vidas más alejadas de mí misma.

Me ha llegado una idea como lector que no sé si está preconcebida por ti. Aquello de “la vida sigue”. Aun teniendo dificultades, comenzando de nuevo en otro lugar. Tal y como enfocas el epílogo también se ve que los personajes siguen respirando…

A pesar de todo…

Desde el principio del libro, sí, a pesar de los cambios en los personajes.

La verdad es que posiblemente esa sea la idea. Me han preguntado mucho sobre qué mensaje quería dar, sobre si estoy haciendo una propuesta social, mostrando la vida rural como una salida… Evidentemente no, nada que ver con eso. Por si se va la luz no abandera ninguna idea de futuro, ni plantea nada original. Hay gente que vive en el campo igual que hay gente que vive en la ciudad, en la playa… Quizás lo que comentas sea lo que más se asemeja al pulso que mantuve por arrastrar a Nadia y a Martín por la vida, en un marco completamente ficticio. Estamos en medio de una catástrofe sin nombres ni apellidos en la que no me meto ni de la que he querido escribir en la novela. Independientemente de lo que pase y de las condiciones en que estemos o de las soluciones que tomemos en cada momento, viviendo a medias entre la desesperación, la decepción y la incertidumbre, hay que seguir y seguimos, porque al final somos supervivientes de nosotros mismos. No hay forma de bajarse de la noria.

Lo que dices del derrumbe y del seguir viviendo se hace muy presente cuando nos encontramos a una Nadia que nada más llegar al pueblo se enferma, y que además nos descubre en qué situación se encontraba con su pareja antes de desplazarse. Como ella dice, se ha sentido forzada a marchar.

Forzada pero inconscientemente. La situación de la pareja es dura pero también es absolutamente cotidiana. Al final, su circunstancia se traslada a la situación con nosotros mismos en muchísimos momentos de la vida. Sobre todo en esta sociedad en la que dependemos tanto del cómo y del dónde vivimos. La exigencia que tenemos de nosotros mismos y de estar en todo momento en un nivel de intensidad fuerte en lo personal, en lo profesional…, se traduce en una lucha interna constante. E insostenible.

La lucha contra la rutina, de nuevo.

Claro, pero una relación de pareja, al cabo de los años, es rutina, esencialmente. Es un lastre pero es la realidad. Ese es el gran reto, convivir con la rutina. En cualquier caso, lo rutinario nace de nosotros mismos. Del primero que uno está harto es de sí mismo. Y creo que eso es lo que le trasladamos a los que tenemos al lado. La situación de la pareja Nadia-Martín es dura pero no desastrosa. Tienen una crisis que va a evolucionar de distintas maneras. Es una carrera de fondo.

Por.si.se.va.la.luzEn esa evolución de la relación entre Nadia y Martín tiene una influencia fundamental el grupo de personajes que habitan en el pueblo y que les acompañan. Como dejabas claro antes, cada uno aporta cosas a la narración. Enrique es, quizás, mi favorito.

Enrique no existe, claro. Ninguno de ellos. He conocido a gente que vive de manera peculiar y que lleva sus pasiones hasta recónditos lugares. Él responde un poco a eso. Para mí es un personaje esencial en la novela, hasta el punto de compartir el epílogo con Nadia. Y es un contrapunto bestial para los demás. Aunque todos tienen su peso en la historia, Enrique tiene una importancia cerebral, que al final siempre se necesita. Cumple esa función para Nadia y para Martín. Para Ivana es otra cosa. Y sí, de todos los que intervienen, quizás fue el más difícil de trabajar, porque Elena, que también tiene su complejidad, es completamente literaria, hermética y tiene una relación tan básica… Por eso no tiene voz, está en silencio, con una relación directa, límite y básica con la tierra, con los animales, con el ser humano. El de Elena fue un trabajo más creativo. Damián es la voz sabia. He tenido una relación muy intensa con mis cuatro abuelos y para mí Damián representa esa voz sosegada de los muchos años, esa paz y ese punto de vista -no te diré que amable, porque no es un abuelito feliz-, esa generación anterior a nuestros padres, a la que uno se agarra, la raíz que todos tenemos. Volviendo a Enrique, personifica a la generación que tenemos justo encima, a la que conocemos pero con la que más luchamos. Sostener a un tipo de unos cincuenta años que de pronto se ve arrasado dentro de su estabilidad por una vida nueva que llega y que lo sacude es duro. Tuve que enfrentarme a sus dudas, a sus miedos, a su experiencia… Pero me cae muy bien, Enrique.

Es un encaje de bolillos, lo de crear personajes de este tipo.

Lo es y, de hecho, recuerdo que mientras escribía uno de sus monólogos finales, tomando un café con una amiga, íbamos hablando y ni la escuchaba, le dije que estaba teniendo un momento jodidísimo con un personaje. Sabía lo que quería escribir pero no cómo enfrentarme a él.

Empezaste a escribir Por si se va la luz hace 4 o 5 años, pero ha salido justo en un momento en el que parece que lo rural está siendo algo recurrente entre los autores jóvenes. Uno de los primeros libros que surgieron en esta especie de corriente literaria fue Belfondo de Jenn Díaz.

Pensé que me ibas a citar a Jesús Carrasco, a quien no he leído todavía y con cuya novela han relacionado la mía. Belfondo la leí hace poco, cuando conocí a Jenn. Al comenzar a escribir Por si se va la luz no tenía ninguna intención de hacer algo original, por supuesto. La primera obsesión de la novela, el primer marco para pensar en escribirla no fue la crisis económica, que estaba comenzando en ese momento, sino el cambio climático. Nos estuvieron bombardeando -y nos estuvimos bombardeando nosotros mismos- con el cambio climático durante una buena temporada, y es un problema que sigue ahí, pero ya no tenemos tiempo para ocuparnos de él. Eso, tanto íntima como estéticamente -y no en el sentido frívolo de la palabra- me impresionaba mucho. Mi primer impulso fue ese. Pensé en una novela dividida en dos partes, invierno y verano, porque se supone que ya no hay ni primavera ni otoño. Estamos radicalizando nuestra relación con el sol. La enmarqué en un espacio rural a raíz de una noticia que escuché en la radio en la que informaban sobre un pueblo español abandonado, no recuerdo cual, en el que buscaban a gente para repoblarlo, reconstruyendo las casas y ofreciendo la posibilidad de comprarlas. No investigué ni me documenté, porque no quise meterme en asuntos de actualidad, pero la idea me interesó. Fue la excusa para ubicar a los personajes en un lugar, porque mi propósito era meterlos en una especie de isla, no quería que se salieran de un espacio, y así poder jugar con un ámbito cerrado. ¿Qué es, al fin y al cabo, una familia, una pareja, sino una cárcel redonda? Al vivir, entonces, en un pueblo de la sierra, me pude impregnar de toda la estética. Tenía la montaña delante todo el día, y a una señora de muchísimos años que trabajaba un huerto gigante cada mañana, hiciera sol, lloviese o nevase. Conocía a gente joven como yo, con profesiones liberales. A los que tenían huertecillos, la propia gente del pueblo -que son bastante rocas- los llamaban «bioguays». Era un marco perfecto donde colocar a Nadia y a Martín. Conforme iba terminando, salió La carretera, que no quise leer entonces para no captar influencias de un peso pesado como McCarthy. Cuando la terminé se comenzaba a hablar de los neorurales. Hace apenas treinta años la gente se estaba yendo del campo a la ciudad porque la vida estaba en otro sitio. Casi todos tenemos un pasado rural, el entorno está a un paso. No he querido plantearlo como algo idílico, porque no lo es para nada, es durísimo.

La naturaleza marca otros tiempos, otros ritmos. En el trabajo, en las relaciones…

En la vida íntima. Te riges por la luz, con todo lo que eso tiene de implacable.

¿Has sufrido de desapego al terminar la novela? ¿Te has librado de los personajes?

No fueron un peso para mí. Una de las cosas que más me han fascinado de escribir una novela ha sido la posibilidad de tener un mundo paralelo. Me parece una forma de evasión, por una parte, de introspección por otra, y de posibilidad de gestionar todo lo que estás viviendo en otro saco distinto que se va formando en tu cabeza pero que es como una ventana. Era liberador y un juego que me divertía muchísimo, aunque no resultara fácil. Fue fastidioso en muchos momentos, tuve quebraderos de cabeza, pero los personajes no han sido un peso, han sido una compañía. La parte dura era conseguir mantenerlos de pie. Te diré que he tenido con ellos varias relaciones. Primero los estaba creando, y con una primera persona, que es una manera muy intensa de darles forma; luego los tuve reposando unos meses, ansiosa, preguntándome cómo habían quedado; más tarde, con la distancia perfecta para ello, hice dos correcciones, trabajando sin piedad con ellos y conmigo misma. Les corté el pelo, la lengua. Discutí, me caían mal, los enfrenté de tú a tú. Y ahora, con el libro en las manos de los lectores, vuelve a cambiar la relación con los personajes, porque hablo de ellos. No me los he quitado de encima, pero tampoco quiero.

Es más difícil que cuando se trata de personajes de relatos.

Claro, los personajes de relatos son fogonazos, presencias que pasan, casi espíritus. Esto es otra cosa. Es que es una pena que se compare tanto el cuento y la novela, porque son dos mundos completamente distintos. Con la novela necesitas otro tipo de zapatos para andar.

José A. Muñoz
@jammunoz

 

José A. Muñoz

José A. Muñoz (Badalona, 1970), periodista cultural. Licenciado en Ciencias de la Información, ha colaborado en varias emisoras de radio locales, realizando programas de cine y magazines culturales y literarios. Ha sido Jefe de Comunicación de Casa del Llibre y de diversas editoriales.

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