Notas sobre el amor. Visión de algunos escritores

“En toda mujer hay una emanación de flor y de amor”. Con esta frase comienza Chateaubriand Amor y vejez, una meditación delirante, desgarradora y lúcida sobre la patología de la pasión.

Este escritor ha superado los 60 años y, después de haber atesorado a lo largo de su vida un sinfín de conquistas femeninas, rechaza en este libro a una joven que se le ofrece. Sabe que los iguales se buscan y, sabiéndose viejo, advierte de antemano el estrepitoso final de una posible relación amorosa con ella. Escribe:

Flor encantadora que no quiero coger, te dirijo estos últimos cantos de tristeza; los oirás solo después de mi muerte, cuando haya unido mi vida al haz de las liras rotas.

Entre otros motivos, señala que lo único que ella podría amar en él es una quimera que la realidad hará desvanecerse. Lo dice porque se siente acabado y ya no digno de ser objeto de pasión. Pero no solo por eso. También él duda de poder amarla.

Sí, es mi forma de ser. ¿Y acaso querrías ser abandonada por un viejo? Oh, no, joven encanto, ve al encuentro de tu destino.

Prefiere que ella huya rodeada de los celos y deseos que él siente. Opta por debatirse con el horror de sus años y el caos de su naturaleza, en la que, según añade, el cielo y el infierno, el odio y el amor, la indiferencia y la pasión se mezclan en espantosa confusión.

Chateaubriand habla desde su experiencia. Mira al pasado con desesperada nostalgia y al mismo tiempo con la sabiduría de la edad. Como escribe Rodrigo Fresán en El fondo del cielo:

Y es que en el pasado -llegando allí tanto tiempo después, porque lo terrible del pasado es que solo podemos verlo desde el futuro- todos somos más sabios.

El viejo Chateaubriand proclama que la juventud lo embellece todo, incluso la desgracia. Es consciente de que hay un abismo entre el amor como deseo y los amores reales. Escribe:

Hay que remontarse muy atrás en el tiempo para dar con el origen de mi suplicio, hay que retornar a esa aurora de mi juventud, cuando me creé un fantasma de mujer al que adorar. Me agoté con esa criatura imaginaria, luego vinieron los amores reales con los que no alcancé nunca esa felicidad imaginaria cuya idea estaba en mi alma.

En la misma línea escribe Rodrigo Fresán sobre el amor como invento de la imaginación. El joven Isaac Goldman, uno de los narradores principales de El fondo del cielo, y su primo Ezra Leventhal quedan unidos por el amor a otros planetas y a una chica de poderosa belleza. Ambos se han enamorado a primera vista de ella. Al cabo del tiempo, la joven desaparece inexplicablemente y ellos se ven sentenciados a sufrir la doliente presencia de su ausencia.

Ninguna de ellas se parecía a ella.
Ella empezaba y terminaba en sí misma.

Convertida la joven, antes de marcharse, en un objeto tan inasible como prohibido por adelantado, tras su desaparición  se verán condenados Isaac y Ezra a vagar por el camino de lo que podríamos llamar una felicidad elegíaca. Elaborada de deseo y duelo, de presencia ausente por tratarse de un ser inaccesible y, finalmente, de ausencia presente. Dice Isaac:

Se puede sobrevivir a la certeza de que una determinada mujer es la más hermosa que jamás se ha visto, sí; pero es tanto más difícil seguir viviendo luego de experimentar el convencimiento absoluto de que esa mujer es y será, también, la más hermosa que jamás se verá en toda la vida.

Isaac habla más adelante, en otra página, de “la súbita irrupción del virus del amor en el hospital de la juventud”. Valiéndose de un lenguaje de ciencia ficción en su libro, describe Rodrigo Fresán este virus del amor como una presencia extraterrestre que de golpe y sin aviso te posee y te convierte en un cosmonauta en trance.

Ese primer amor  que será siempre el primero. Y que se las arreglará para perpetuarse en sucesivos amores, como una voz al fondo  del agujero negro de un pozo en cuyas aguas, sumergidos, se ahogan los reflejos de las estrellas, ahí arriba.

Coincidiendo con esta idea escribe Marc Fumaroli en el postfacio de Amor y vejez:

El propio Chateaubriand se verá durante toda su vida exaltado y decepcionado por las mujeres reales que parecen dar cuerpo y corazón, alternativamente, al fantasma femenino inventado por su pubertad.

También un poema de Oscar Hahn, titulado “En una estación del metro”, parece hablar en igual dirección:

Desventurados los que divisaron
A una muchacha en el Metro

Y se enamoraron de golpe
y la siguieron enloquecidos

y la perdieron para siempre en la multitud

Porque ellos serán condenados
a vagar sin rumbo por las estaciones

y a llorar con las canciones de amor
que los músicos ambulantes entonan en los túneles

Y quizás el amor no es más que eso:

una mujer o un hombre que desciende de un carro
en cualquier estación del Metro

y resplandece unos segundos
y se pierde en la noche sin nombre.

El fantasma femenino y el fantasma masculino parecen no dejar de perseguir a las personas en el ámbito de la realidad tangible. Se busca a estos espectros en cualquier amor real, especialmente en la juventud, ansiosa por contagiarse de este “virus” del que habla Rodrigo Fresán. En una escena de El ardor de la sangre de Irène Némirovsky dice Silvio, el narrador que a sus sesenta años ya se limita a mirar la vida desde fuera, observando la comedia humana en un rincón de Francia donde aparentemente no sucede nada:

¡Extraña locura! El amor a los veinte se parece a un acceso de fiebre, a un delirio. Cuando termina, cuesta recordar otros… El ardor de la sangre, que se apaga pronto… Ante aquella llamarada de sueños y deseos, qué viejo, qué frío, qué sensato me sentía…

Antes ha pensado:

Hay un momento de perfección en que todas las promesas maduran y acaban cayendo como frutos en sazón, un momento que la naturaleza alcanza hacia el final del verano, pero no tarda en dejar atrás; entonces empiezan las lluvias del otoño. Con las personas ocurre igual.

Se lamenta de que las personas mayores pierdan la noción de que alguna vez fueron jóvenes. Dice:

Si su propia juventud volviera a aparecer ante ellos, les horrorizaría o simplemente no la reconocerían; pasarían de largo y dirían: “Ese amor, esos sueños, esa pasión, no tienen nada que ver con nosotros.” Su propia juventud… Entonces, ¿cómo van a comprender la de otros?

Habla también de su prima casada, ya instalada en la madurez, y dice de este matrimonio:

Tranquilidad es su palabra favorita; para ellos es sinónimo de felicidad, o más bien sustituye a la falta de felicidad.

Hasta qué punto la tranquilidad bajo la que vive una pareja de largo recorrido común, que dice amarse y tener la certeza de conocerse mutuamente, no se funda en un desconocimiento de la sustancia incomunicable de todo interior. Iréne Nèmirovsky recurre al ejemplo del amante y del marido. Escribe:

¿Quién conoce a la verdadera mujer? ¿El amante o el marido? ¿Son realmente tan distintas la una de la otra? ¿O están tan sutilmente mezcladas que resultan inseparables? ¿Están hechas de dos sustancias que una vez combinadas forman una tercera persona que ya no se parece  a las otras dos? Lo que sería tanto como decir que la verdadera mujer no la conocen ni el marido ni el amante.

Tranquilidad es también la que vivía con su mujer el señor Aghios, protagonista de Corto viaje sentimental de Italo Svevo. Y sin embargo. Era viejo y estaba contento de poder realizar a solas un viaje en tren. Un viaje corto a su propia casa de Trieste desde Milán donde se quedaba su mujer para acompañar a su hijo que tenía que examinarse de una asignatura importante. Lejos de haber mostrado la alegría de su elección de partir solo, insistió a su mujer en que permaneciera junto a su hijo y no lo abandonara en aquella situación difícil.

Con lo cual la señora se quedaba en Milán para dar gusto al marido, pero el señor Aghios, espiado meticulosamente por la intención de su mujer, se marchaba como ofendido, aunque sin decirlo, porque eso habría significado perder la libertad de viajar solo. 

El señor Aghios quiso perderse cuanto antes entre el gentío que se aglomeraba a la entrada de la estación.

Había que cortar aquella despedida de matrimonio viejo que, prolongada, resultaba ridícula. (…) ¿Había cosa más chocante que tener que fingir una tristeza que no sentía, cuando estallaba de alegría y de esperanza y no veía el momento de poder gozar de ellas de una vez?

Era, por lo demás, una despedida corta, pues ambos se reunirían de nuevo a los pocos días en su hogar familiar.

Un viaje a su propia casa no merecía gastar tanta saliva y, no obstante, la habían venido gastando sin parar durante días y días. La decisión fue dura de tomar precisamente porque los dos la habían deseado, pero ambos guardaron en secreto su deseo.

Durante el trayecto en tren viajó imaginariamente el señor Aghios hacia su interior. En un momento determinado la visión de una joven le despertó su deseo, cuestión que le llevó a reflexionar sobre su permanencia en la más irreprochable monogamia a lo largo de tantos años de su matrimonio. Pensó que podía, por tanto, mirar de frente a su mujer, soportando la mirada sincera de ella. Sin embargo, reconoció que en sus propios sueños él era el rey. Estos le pertenecían en exclusiva y no tenía por qué compartirlos con su pareja. Dice el narrador:

Ella no tenía nada que ver con su mundo ideal. El real le pertenecía por completo. Los límites estaban bien marcados porque en sus sueños ella no había entrado jamás, y menos ahora que estaba de viaje y volaba como si el tren se hubiese convertido en un aeroplano. Una sola vez pensó en ella: “Pobrecilla, ojalá que a estas horas  tampoco se acuerde de mí para nada”.

Lo pensó como si hablara en voz alta, como si entre su mujer y él se hubiese interpuesto una tercera persona invisible a la que confiar una confesión. Es esa tercera persona de la cual igualmente suele necesitar cualquier relación de pareja para hacer realidad la idea de su amor. Sobre esta habla Enrique Vila-Matas en “Segundo dietario voluble”, contenido en su libro Una vida absolutamente maravillosa. Se refiere a un ensayo de Siri Hustvedt en el que se aborda una escena de El gran Gatsby de Scott Fitzgerald. En ella un aturdido Gatsby ve su deseo concedido y muestra a Daisy la mansión de East Eggk. Además de ellos dos, está presente Nick, el narrador. Este intenta marcharse para dejarles solos, pero ellos se lo impiden. Dice Nick:

Acaso mi presencia les hacía sentirse más satisfactoriamente solos.

Desde luego, apunta Enrique Vila-Matas, es una frase extraña, misteriosa. Y añade unas palabras de Hustvedt:

La pregunta es: ¿Desde cuándo hay dos personas más satisfactoriamente solas si hay alguien más presente? ¿Qué diablos significa esto?

Escribe entonces Enrique Vila-Matas:

Y todo ello la lleva a pensar que siempre toda historia de amor posee una cualidad triangular. Hay dos amantes y un tercer elemento: la propia idea de encontrase enamorado. Hustvedt se pregunta si es posible enamorarse sin esta tercera presencia, sin ese testigo imaginario del amor visto como algo maravilloso  e iluminado por el resplandor de nuestras más profundas historias sobre nosotros mismos: Es como si los ojos de Nick satisficieran este tercer elemento, como si él encarnara para los amantes la conciencia esencial del amor: una pareja de tres.

Tal vez esa tercera presencia  -pienso ahora- sustituya al fantasma femenino y al fantasma masculino que la imaginación inventa y a los cuales se pretende en vano encajar, como testigos, en el seno de la relación amorosa.

Desde otra perspectiva habla Álvaro de la Rica en su novela La tercera persona de esta cualidad triangular que posee toda historia de amor. Descontextualizo una cita de su libro y me la apropio para ensamblarla en este texto:

Sí hay una cosa, siempre. ¿Sabes qué? Hay una tercera persona, que orienta las relaciones en la buena dirección. Esa es la verdad. Entre tú y yo ha estado siempre presente mi mujer. Entre mi mujer y yo has estado tú presente, y eso me ha servido para darme cuenta de lo mucho que la quiero a ella. La tercera persona. En toda relación hay que buscar siempre a la tercera persona. Es el único camino, la verdadera vida. Por eso yo solo espero que tú también la hayas encontrado.

La presencia de esa tercera persona suele ser también tranquilizadora, pues otorga al menos cierta credibilidad al propio relato del amor en pareja. Se trata de una tranquilidad que se podría enfrentar al miedo en los términos en que habla Enrique Vila-Matas en un pasaje de “Segundo dietario voluble”. Cuenta sobre el recuerdo de su primera impresión del miedo. Era niño y estaba viendo una película en el cine donde aparecían unos seres que le parecieron terriblemente extraños. Explica que la irrupción inesperada de esos seres que se colaban por primera vez en su vida le quedó tan grabada porque piensa que no había visto hasta entonces a nadie ajeno a los suyos. Escribe:

Aquel terror surgió sin duda del descubrimiento de lo distinto.  Con el tiempo supe que Nietzsche posiblemente dio en el blanco cuando dijo que el miedo ha favorecido más el conocimiento general del ser humano que el amor, pues el miedo quiere adivinar quién es el otro, qué es lo que puede, qué es lo que quiere, y que equivocarse en eso solo puede reportarnos un peligro y una desventaja, mientras que es evidente que en el amor, en cambio, se da un secreto impulso a ver en el otro la mayor cantidad posible de cosas bellas, y, por tanto, equivocarse ahí no es un problema ni un peligro, sino más bien un placer y una ventaja.

Un placer y una ventaja que quizá solo se desvanezcan si al cabo del tiempo se alcanza la nada que acecha detrás de todo gran amor.

“Detrás de todo gran amor la nada acecha”, escribió Oscar Hahn. Es una advertencia que a los ojos del viejo Chateaubriand no dejará de cumplirse. Por eso le dice a la joven cuyo amor él rechaza de antemano:

El amor se engaña a sí mismo; no te embriagues con él, pues la ebriedad pasa. No vive de poesía, no se alimenta de gloria, al descubrir, todos los días, que el ídolo que creó pierde algo a sus ojos. Pronto ve los defectos y solo el tiempo lo vuelve infiel al despojar al objeto que amó de sus encantos. El talento no devuelve lo que el tiempo borra. La gloria no rejuvenece sino nuestro nombre.

Elisa Rodríguez Court

. Amor y vejez. François-René de Chateaubriand. Postfacio de Marc Fumaroli. Traducción de José Ramón Monreal. Acantilado (Barcelona, 2008)

. El fondo del cielo. Rodrigo Fresán. Mondadori/Debolsillo (Barcelona, 2009/2011)

. El ardor de la sangre. Irène Némirovsky. Traducción de José Antonio Soriano Marco. Salamandra (Barcelona, 2012)

. Corto viaje sentimental. Italo Svevo. Traducción de Carmen Martín Gaite. Alianza (Madrid, 2008)

. Una vida absolutamente maravillosa. Enrique Vila-Matas. Debolsillo (Barcelona, 2011)

. La tercera persona. Álvaro de la Rica. Alfabia (Barcelona, 2012)

. Poemas. Oscar Hahn. A media voz

Elisa Rodríguez Court

Elisa Rodríguez Court (Canarias, 1959) es licenciada en Filosofía y profesora de alemán. Ha escrito relatos publicados en volúmenes colectivos y las novelas 'Decir noche' y 'Dime quién fui'.
Como columnista ha participado en la Cadena Ser, en revistas y en diferentes periódicos de las Islas Canarias. Actualmente colabora regularmente, desde hace años, con una columna semanal en el periódico 'La Provincia-Diario' de Las Palmas.
En 2003 ganó el accésit y al año siguiente el primer premio Mejor labor informativa de Canarias, otorgado por el Instituto Canario de la Mujer.

4 Comentarios

  1. Excelente artículo y, también, muy inspirador.
    Aquí también podriamos hilar el amor con, quizás, las dramáticas palabras de Pavese «Uno no se mata por el amor de una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada».

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