Un pobre seductor que hace promesas de borracho: “Ceniza en los ojos”, de Jean Forton

Ceniza en los ojos. Jean Forton
Traducción de Palmira Freixas
Blackie Books (Barcelona, 2012)

Primera parte

La inevitable comparación con Lolita, de Nabokov, se convierte en asunto estéril una vez se traspasan las primeras páginas de este cuento sobre el cortejo de una joven de dieciséis años por parte de un tipo que traspasa los treinta y cinco y se siente orgulloso de su voluptuosa mediocridad. Isabelle no lleva las rodillas peladas, ni se pinta con esmero las uñas; es algo más respondona y desconfiada. El individuo que habla en primera persona es banal, no es culto como Humbert, no busca compañía, es inmoral hasta en sus paseos por la niebla, vive entre vapores de vino y paseos a las tantas de la madrugada, reflexiona sobre el pecado (la ciudad del pecado está dentro de él), y mucho sobre la vergüenza. Cuesta creer que le resulte tan fácil conquistar a las mujeres, aunque también puede tratarse de un aberrante fanfarroneo. Cabe preguntarse, porque este es un caso prototípico de ello, por qué Jean Forton fue confundido con su personaje en infinidad de ocasiones, hasta amargarle la existencia.

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El vicio mayor del protagonista es el del esparcimiento. Se esparce por los parques, por las cafeterías. Esparce su seminal prosa por un virginal cuaderno de notas. Esparce su charlatanería para quien quiera escucharla. Y para quien no quiera, por supuesto.

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La fealdad del protagonista. ¿Dónde está? Él se ve feo, pero no sabemos si es proyección de lo que hay en su interior (en cuyo caso se exteriorizará de algún modo), o si realmente había poco donde escoger.

Luego está la visión acerca de la mujer. El narrador aparenta ser como nosotros, se hace preguntas sobre lo que sucede con ellas. Pero lo habitual es encontrarte con un personaje como el Frédéric de El amor después del mediodía (Eric Rohmer, 1972), que piensa que todas las mujeres le parecen guapas pero está incapacitado para ligar. Imagino que el del libro de Forton es de los que nos divierte… siempre y cuando decida quedarse dentro del libro y no se convierta en real, en cuyo caso huiríamos a la menor oportunidad, pues nuestros modales correctos nos dicen que una compañía como la suya no es aconsejable y debemos escandalizarnos con sus salidas de tono.

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La Boétie, amigo de Montaigne, es un referente que ayuda a entender a este personaje. Tenía la virtud de “haber pasado toda la vida en la inactividad, despreciado en las cenizas de su hogar”.

Segunda parte

El calor me aturde, como le sucede al autor de los diarios. Meto la cabeza debajo del grifo de la ducha y espero a que se me enfríe el coco. Luego bajo al parque con el pelo pegado al cuero cabelludo como un casco, y el libro de Forton. El libro me recuerda que ya no hay clases sino castas invisibles en nuestro mundo occidental, que hace falta ser un cínico, un payaso, o un creyente para seguir adelante, de lo contrario estamos perdidos. Y también una férrea determinación.

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En Forton el tiempo es un problema. No me refiero a que no sepa controlarlo, sino que para sus personajes es una carga enorme. “Jamás he medido el tiempo, salvo cuando he estado enamorado”. La debilidad del enamorado, del necesitado de amor, que vaga por las calles caminando sobre cigarrillos y pensamientos que se repiten, que vuelven adulterados cada vez. El pequeñoburgués se queja permanentemente, y su amigo Nicolas le envidia: sus problemas son mucho peores. Ocurre cuando uno se siente más o menos hundido, que todos son capaces de relativizar tu estado hasta dejarlo en un pequeño disgusto. Todos menos tú, claro. La ceniza con que se cubría de dolor el judío proceloso ha caído sobre los ojos. Es una suerte que lea este libro ahora, en días grises. En otro tiempo me hubiese deprimido, pero no por culpa del libro, sino porque soy un tipo extremadamente sensible.

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Al contrario que Nabokov, Forton no emplea el adjetivo “pálido”, con la salvedad de una variante. Nabokov lo emplea en Lolita 51 veces.

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Isabelle y Lolita. Tres sílabas que se paladean. Ambas obligan a estrechar la lengua, la segunda en forma de paladeo, de intención de chasquido. La de Forton es fricativa.

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Jean Forton en su librería (foto: catherinerabier.perso.sfr.fr)

Para el autor de los diarios, la vida es muy sencilla. Hay quien dice que esto explica la frialdad de su estilo. Pero ni creo que sea un estilo frío (más bien desapasionado) ni que una cosa conduzca a la otra. El personaje que da voz a la narración es más directo que Humbert, más triste, tiene algo más de dinero, es increíblemente ocioso, falto de tacto. Es gris, ya lo dijo él mismo. De cruzarme con él por la calle, y estoy seguro de haberlo hecho, no le reconocería.

Tampoco la crítica reconoció hasta el final la obra del autor de Burdeos, que completó este libro con veintisiete años, quedando congelado en el adjetivo incipiente, a pesar de un buen saludo a la elegancia, a pesar de las comparaciones con Zola, con Vailland, con Camus, Laclos, Louis-René des Forêts. Lo que no evita que Ceniza en los ojos sea un precioso libro, repleto de vida en su interior, preciso y cómico, triste, encorvado, corpulento. En la Francia de los años cincuenta, como en Inglaterra o en cualquier otra parte, la crítica podía ser feroz o benévola con especial intensidad, pero no podía inmortalizar a nadie. Cuando se reeditó este libro en los años ochenta, Forton lanzaba improperios a los críos que corrían por delante de su insólita librería.

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Fragmento de una tibia belleza:

“Había sido tan feliz en ese banco que no he tenido fuerzas para irme de inmediato. Me he quedado un rato allí. El aire, a pesar de la época, era de una suavidad increíble. No me llegaba ni una sola ráfaga de viento, el humo del cigarrillo ascendía derecho al atardecer. Los árboles inmóviles me protegían y, a través de las ramas, veía el cielo mientras iba anocheciendo. En momentos felices como éste, me parece imposible que exista el mal. Me sentía bueno, liberado del desabrimiento y el odio”.

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El personaje sigue su propio mal gusto, y por eso ve el futuro.

Me sorprende al girar una página y descubrir que no oculta sus contradicciones al posible lector, aunque lo haga frente a Isabelle. Se centra en lo físico, pero la ama. Prefiere improvisar de un modo calculador. Quiere lo carnal, y es fiel a un particular sentido de la belleza. No le gusta hablar de sí mismo, y lo hace todo el tiempo. Adora la noche, y lleva vida diurna, atreviéndose incluso a escribir de día, cosa inaudita.

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Me gustaría ser capaz de encontrar palabras nuevas, como el protagonista busca nuevos modos de engatusamiento.

El calor ha dado un respiro, pero sé que volverá. De momento, lo sigo esperando. El amor en el interior del libro hace que éste dé saltitos, pues los amantes están a punto de consumar esa rara pasión: la del tipo que va saltando todas las barreras, y la de la muchacha que es un ovillo menguante.

Tercera parte

En la lectura me acompaña el recuerdo de Diario de un seductor, de Kierkegaard. Cierto es que el objetivo del autor de este diario no persigue a una niña sino a una joven llamada Cordelia; ni hay lectura estética implícita en la obra de Forton. Pero el “sistema de caza” parece en ocasiones redactado por la misma pluma. Ambos seductores contemplan, analizan, fantasean con su victoria, planean alternativas, reflexionan sobre los actos realizados, se sirven de terceras personas para sus propósitos, viven ávidos de entrar a formar parte de la familiaridad de sus víctimas, trabajan desde la sombra para emerger a la luz transformados en seres con apariencia de bondad. Ambos podrían haber firmado un párrafo así:

“Está completamente ocupada, no consigo misma, sino en sí misma; y esta ocupación interior de su alma era por sí misma una paz y reposo infinitos. Así de rica es una muchacha, y quien sabe comprender esta riqueza se hace también rico. Ella es rica, aunque no sepa lo que posee; es rica y es un tesoro.

Estaba como inundada de una serena calma, un poco turbada por cierta melancolía. Parecía tan leve que la pudiéramos levantar con la mirada, leve como Psiquis, a quien transportaban los genios, incluso más leve, porque se portaba a sí misma”.

El Juan del danés y el pobre donjuán del francés son saludos al seductor decimonónico, manipulador y un tanto altivo, se encuentran sumidos en el goce sensual, en una belleza que su época difícilmente puede comprender, pues son seres que han caído en su siglo procedentes de un lugar lejano, con modos y poses extravagantes, con ideas no menos extravagantes, pero capaces de sostener que “la ligereza de una muchacha es algo inconcebible y desafía la ley de la gravedad”. Ambos creen que la belleza femenina se forma espontáneamente en la formación del sexo, sin necesidad de un pesaroso crecimiento, que los objetos de sus deseos son semejantes a liebres en cautividad.

Son ciegos o ingenuos. El de Forton quizá más impaciente.

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Es harto difícil encontrar caracteres como los del libro en nuestra época. Es la palabra y su uso lo que lo hace fuerte. En la actualidad, todas las chicas conocen todos los trucos, y todos los seductores que no lo son acaban pensando que nunca debieron dar el primer paso. El erotismo no basta. Cualquier cosa les escandaliza y despierta su curiosidad. Su mayor alegría es que las cosas se resuelvan por sí solas.

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La tapa dura golpea con el borde de la mesa y suena como un junco rebotando en una superficie lisa y amplia. La lectura en estos instantes es ya infatigable, febril, vuelve esa sensación prístina de estar demasiado cerca del final para dejarlo por hoy, a pesar de la hora intempestiva. Paso las páginas cada vez más rápidamente, abandonado a la lectura como el pobre amante se abandona a unos brazos que convierten el cuerpo vertical en algo convexo y vaporoso. El melodrama se acerca y no quiero perdérmelo. Muchos libros como éste contienen esa capacidad de despertar el interés por el fin de la historia aunque uno tenga la habilidad de anticiparse, aunque la hayamos leído una y mil veces; las buenas historias tienen eso, esperas la consumación fatal. Paso las hojas temiendo lo peor a cada párrafo, a cada línea. Un atisbo de exceso en este pulso me dolería. Luego temo que ocurra algo; el deseo de que lo leído se congele y no pueda avanzar. Entré en él con el calor, y en calor lo concluí.

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El libro contiene una pizca de maldad anunciada. El protagonista de Forton se halla poseído por una insaciable sed. Vive para cubrir de ceniza permanente su tristeza. Persigue sin desfallecer los paisajes. No contaré más, porque la ceniza contiene multitud de elementos que han de ser descifrados desde lo personal.

Daniel Jándula
www.danieljandula.blogspot.com.es

Daniel Jándula

aniel Jándula (Málaga, 1980) es autor de “El Reo” y la obra conjunta, “Pistolas al amanecer” (ambas en Ediciones Noufront, 2009). Colabora con Ruta 66 y Calidoscopio. Traduce bestsellers y manuales que ayudan a mejorar nuestras técnicas de venta, además de corregir y volcar al castellano libros de todos los temas que puedan imaginarse.

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