Harold Brodkey. In memoriam, por Rebeca García Nieto

Harold Brodkey no lo tuvo fácil. Creció en St. Louis, Missouri, al igual que otros pesos pesados de la literatura norteamericana como T. S. Eliot, William Inge, Tennessee Williams o William Burroughs. Debe de ser difícil aspirar a ser escritor en un lugar donde, según el propio autor, “los habitantes hablan como Eliots más simples, como William Burroughs inhibidos o como tímidos Tennessee Williams”. La cosa se complica cuando, además, uno tiene que cargar con la cruz de ser el mejor escritor vivo en la lengua de Shakespeare: “La posibilidad de ser no solo el mejor escritor vivo en lengua inglesa, sino el equivalente de un Wordsworth o un Milton no es un papel que un judío de St. Louis, a medio educar y con un padre chatarrero, esté listo para interpretar. En sueños, sí; en la realidad, no”.

Harold Brodkey (foto: Eileen Travell/Metropolitan Books)

Pero ¿esta cruz le fue impuesta o fue él el que se empeñó en cargar con ella? Para Harold Bloom, “pope” de la crítica literaria, Brodkey era “un Proust americano, sin paralelo desde Faulkner”. El escritor siempre pensó que las excesivas alabanzas de algunos críticos le habían perjudicado: que te cuelguen la etiqueta de Proust americano “irrita a la gente, y sencillamente no es verdad”. Pese a tan altas expectativas (no solo fue comparado con Proust, sino también con Joyce o James), muchos temieron que su obra nunca sería publicada, o que lo sería a título póstumo.

Brodkey se encontró siempre en la tesitura de vivir o escribir. Al igual que Roland Barthes, pensaba que había algo peligroso en el hecho de ser escritor: “Un escritor nunca habla el lenguaje de sus contemporáneos. Implica un alejamiento de la vida ordinaria, de la vida estadísticamente normal”. Por eso a los veinte pensó que no empezaría a escribir hasta cumplir los treinta, después de haberse hecho una vida. Cuando cumplió los treinta y cuatro, firmó un contrato con Rust Hills para escribir una novela de misterio. Después de diez meses, había llegado a la página seiscientos y nadie había muerto todavía, así que decidió dejarlo. El escritor dijo que le llevó mucho tiempo averiguar sobre qué quería escribir. Al parecer, en ese intento de novela fallido, se asustó “por lo que descubrió sobre sí mismo como escritor”.

Afortunadamente, el susto no impidió que escribiera algunos de los mejores relatos cortos de la literatura norteamericana del siglo XX, con el permiso de Carver y Cheever. Muchos de estos relatos fueron publicados en The New Yorker y aparecen recogidos en Primer amor y otros pesares (1954) y Relatos a la manera casi clásica (1988). En ellos aparecen por primera vez personajes que más tarde protagonizarían su magnum opus, El alma fugitiva: “Mis protagonistas son la voz de mi madre y la mente que yo tenía a los trece años”. La capacidad de introspección de Brodkey, que le permitía describir con precisión todos y cada uno de los movimientos, pensamientos y sensaciones del amor, del sexo o de la muerte, es evidente desde sus primeros relatos. Brodkey parecía saber con exactitud cómo siente un niño y un adulto, un hombre y una mujer. Sus personajes, como diría en El alma fugitiva, “no son simplemente heterosexuales. No son simplemente nada”. A diferencia de otros personajes completamente planos y arquetípicos, los de Brodkey se caracterizan por sus múltiples pliegues.

El alma fugitiva se hizo esperar: tardó nada más y nada menos que veintisiete años en ver la luz. En 1964, Brodkey firmó un contrato con Random House para escribir un libro. En las casi tres décadas siguientes, algunos extractos de la work in progress aparecieron publicados en diferentes revistas, y el autor y su editor se dedicaron a preparar a los lectores para la que, según ellos, iba a ser la gran novela americana. Cuando todo el mundo pensaba que Harold Brodkey iba a ser el autor de la novela más grande jamás escrita, El alma fugitiva fue finalmente publicada por Farrar, Straus & Giroux en 1991. Pero la gran novela americana resultó no serlo para todo el mundo y la crítica se mostró dividida: Don DeLillo dijo que se trataba de “una de las más grandes y audaces travesías de la literatura americana”, Salman Rushdie, que era una novela valiente “sobre lo que habitualmente es íntimo, cerrado y  secreto”; para otros, en cambio, era una suerte de versión del Medio Oeste de Song of Myself de Walt Whitman pero “sin forma, sin trama y sin gracia” o, simple y llanamente, una “apología de la masturbación”.

El alma fugitiva es, sin duda, una novela enorme, en todos los sentidos de la palabra. Es cierto que a veces resulta excesiva, pero también que contiene párrafos realmente brillantes y fogonazos de lucidez poco corrientes. En ella se nos muestra un alma, o más bien una conciencia, “a cielo abierto”. Esta gesta de casi mil páginas es un intento, necesariamente fallido, de comprensión de sí mismo, un viaje al interior inevitablemente utópico, ya que “Quizá haga falta morir, en último extremo, si realmente quieres conocer tu vida. Pero puedes intentar conocerla, aunque eso te mate”. Pese a no llegar al final del camino, y no adentrarse en determinados recovecos de la mente humana, Brodkey llegó más lejos, y más dentro, de lo que otros llegaron. Como un valiente espeleólogo armado con su linterna, el autor se dedicó a iluminar los rincones sombríos de su conciencia, dejando deliberadamente otras regiones a oscuras. En una ocasión, Brodkey dijo que empezó a escribir siendo niño porque necesitaba encontrar la manera de lidiar con su mente: “A menudo tomo una decisión consciente de no recordar. El recuerdo ordinario me resulta peligroso. (…) Siempre tuve claro dónde estaban las cosas peligrosas de la memoria. (…) Tengo la sensación de que si presiono demasiado, o demasiado adentro en la memoria, me romperé; no solo me volveré loco o algo así, sino que me romperé de verdad. Me perderé”.

Durante páginas (quizá demasiadas), seguimos el itinerario trazado por la conciencia del narrador, Wiley Silenowicz, desde su nacimiento hasta la juventud, pasando por diversas experiencias sexuales y vicisitudes familiares. A lo largo de su viaje, Wiley reflexiona sobre su relación con sus amantes, con su hermanastra, Nonie, y con sus padres adoptivos: “El papel de una persona adoptada es bastante curioso. (…) Eres como un animal doméstico… y un enemigo…, un extraño y simultáneamente alguien de la familia”. También recuerda a sus padres biológicos. De hecho, a través de gran parte de su obra, Brodkey sostuvo un diálogo imaginario con ellos, un diálogo que decide poner fin en su autobiografía Esta salvaje oscuridad: La historia de mi muerte. En ella el escritor reconoce que es momento de dejar de vivir en el pasado y encarar el doloroso presente: “El recuerdo, tan completo y claro o tan evasivo, tiene que terminarse,  tiene que ser puesto a un lado, como si uno estuviera saliendo de una capilla y haciendo callar al sacerdote en su cabeza”. En la historia de su muerte, Brodkey comienza diciendo que tiene sida, pero en lugar de parapetarse detrás de, o en, algún personaje que haga las veces de intermediario entre él y sus sentimientos, esta vez se coloca en la mesa de hacer autopsias y se disecciona.

En mi opinión, Harold Brodkey se salió con la suya: a pesar de las famosas comparaciones, consiguió no parecerse a nadie. Él mismo dijo que la única dificultad de El alma fugitiva estriba en que no alude a otra literatura, sino a la propia experiencia. Es cierto que tiene algunos aspectos en común con los “grandes narcisistas masculinos”, término acuñado por David Foster Wallace para referirse a Norman Mailer, John Updike y Philip Roth, especialmente con este último. Al igual que Brodkey, Roth también explora el deseo en muchas de sus novelas. Además, el personaje que le dio la fama, Alexander Portnoy, fue acusado también de ser un virtuoso de la masturbación. Brodkey, por su parte, también fue un judío que vivió en Nueva York y estaba familiarizado con el psicoanálisis… Sin embargo, su estilo, y su cadencia, son completamente distintos. Coincido con Salman Rushdie cuando dice que “Sería más cómodo no ocuparse de ella –El alma fugitiva– porque no se parece a nada. No es como Joyce. No es como Proust. Simplemente, es”.

Rebeca García Nieto

Rebeca García Nieto

Rebeca García Nieto es doctora en Psicología y especialista en Psicología Clínica. Desde 2008 vive entre Madrid y Nueva York, donde trabaja en la New York University (NYU). Su primera novela, "Historia de una mirada", fue finalista del 58 Premio Ateneo Ciudad de Valladolid (2011) y será publicada en otoño de 2012 por la Editorial Eutelequia. Con su segunda novela, "Eric, una vida in absentia", quedó finalista en el Premio Azorín de Novela 2012 (Grupo Planeta). Uno de sus ensayos ("Hugo von Hofmannsthal y Stefan George: el remitente y el destinatario") forma parte del libro Galería de Invisibles, que será editado por la Editorial Xorki en 2012.

6 Comentarios

  1. Respecto a los problemas existenciales para aceptarse como escritor a expensas de la propia vida he descubierto hace poco «El joven del clavel», en Cuentos de invierno de Isak Dinesen. Excelente artículo.

  2. Gracias por el artículo, muy bueno.

    Harold Brodkey es uno de mis escritores predilectos: he leído «This Wild Darkness», «My Venice» y «Women & Angels». Tengo muchas ganas de leer el resto de sus libros. Recomiendo también su libro de ensayos «Sea Battles on Dry Land». He leído algunos y son magníficos.

    Se dice que «The Runaway Soul» es parte de un proyecto novelístico monumental llamado «Party of Animals», pero nunca llegó a publicarse en vida del autor y no sé si es cierto o un rumor.

    Saludos.

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